Recibí mi menarquia el 8 de abril de 1997.
Recuerdo que me desperté con un dolor en el bajo vientre que
no me resultaba familiar, pero no esperaba lo que me iba a encontrar: mis
blancas braguitas estaban cubiertas de una pasta granate.
Me horroricé, me asusté mucho, pues con 11 años recién
cumplidos prácticamente no había oído hablar de la menstruación ni de lo que
ésta suponía. Así que con los ojos llenos de lágrimas y con las bragas bajadas
salí corriendo a buscar a mi padre (mi madre estaba trabajando) y me calmé un
poco cuando él, muy tranquilo, me dijo que no pasaba nada, que me pusiera una
compresa y que le dijera a la maestra cuando llegara al colegio que me había venido la regla.
Fue un día extraño. Como tenía permiso para salir al baño
siempre que lo necesitara, cada media hora corría a investigar. Me llamaba la
atención ver cuánto había manchado la compresa, era algo curioso. La cambiaba
cada vez, así que gasté un buen montón de ellas.
Con los años la novedad pasó y mi relación con la
menstruación se vio afectada por las opiniones ajenas, por la consideración de
la sociedad, por las reacciones acusadoras y la vergüenza ante una posible
mancha... así que mi curiosidad se volvió rechazo. La oculté con tampones, me
anestesié con píldoras y la soportaba porque no tenía más remedio.
Hasta que la redescubrí. De eso hará más o menos seis años y, desde entonces, celebro este aniversario como si fuera el primero pues, como aquella niña, corro a ver cuánto se ha llenado mi copa menstrual con
la curiosidad intacta.
Mi relación con mi menstruación se ha sanado y eso ha hecho
que acepte una parte de mí importantísima, mágica y ancestral, mi esencia, mi poder.
Hoy, 19 años después, felicito a esa niña porque puede celebrar su coronación
como reina del inframundo sin vergüenza ni tabúes.
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